LA BUENA ESTRELLA
Relatos tejidos en viaje por América Latina
TRUENO 3
Bolivia
I
Otra vez acá. Villazón, tierra de trabajo para
quienes viven a uno y otro lado de la frontera. Conocí algo del
pulso comercial de ese puente internacional entre esa ciudad y La
Quiaca en un viaje anterior, en 2011; cuando andaba relatando
historias de distintos pueblos del interior del noroeste argentino.
Esa experiencia, que duró tres meses y la convertimos en un libro, que puede descargarse y compartirse libremente acá, es la
genealogía de este otro andar que hoy comienza.
Pasaron
dos años de ese viaje relámpago que hicimos con Dan Ayala en diciembre de 2013, para
presentar el libro y dar un ejemplar a las personas que nos contaron
sus historias; reconstruyendo la ruta de los 15 pueblos con los que
trabajamos.
Y hoy estoy otra vez acá. Para
llegar desarmé casa, vendí y regalé la cocina y los pocos
muebles que tenía, mi humilde tallercito de encuadernación, mucha ropa y libros.
Villazón, es -otra vez- un puente.
Su tierra me sella el pasaporte por primera vez en este viaje que no
tiene fecha precisa de retorno. Siento que algo se cierra y algo se
abre después de esa hoja entintada. Después de 28 horas de viaje
desde Buenos Aires, hacemos largas colas para migraciones: salida
de Argentina y entrada a Bolivia: 29/12.
II
Tupiza es la primera cama, el primer plato de comida. Algo de la emoción y la altura me llevan a dormir temprano. Al otro día Flor se hace arreglar una muela y salimos a almorzar a una plaza, con verduras y un tuper, bajo la lluvia.
Es 30 de diciembre y queremos decidir a dónde ir. “El 31 va a ser un quilombo”, coincidimos. Mejor buscar un lugar para estar hasta el 2. Elegimos viajar todo el 30 y llegar el 31 a las 6 de la mañana a Cochabamba.
Ella es una reina, una ciudad planeada. Se nota. Avenidas
amplias, distribuidores de tránsito pesado. ¿Cómo será La Paz, la
capital de Bolivia, si así es otra de sus grandes ciudades?, me
pregunto mientras la camino.
Su estructura partida en dos me
huele a otras que conozco. Nada de esto desafía las estructuras que
tengo en la cabeza, pienso. De un lado el circuito turístico. Hiper
limpio, hiper iluminado, verde, plazas, alojamientos de 3 o 4
estrellas con cartelería en inglés, sonrisas bilingues. Del otro
lado, la realidad. El mercado, las casas bajas, los colores vivos de
las fachadas, el olor exquisito que hacen brotar las mujeres desde
sus cocinas. Probamos y andamos todo lo que podemos.
Cruzo a un chico
que anda con un charango. Yo voy con la mandolina. Charlamos un poco.
Del cómo es la vida del músico callejero en Bolivia, que la gente
es muy generosa, que hace meses alquila una pieza con su compañera.
Le cuento que quiero vender mi instrumento. Lo tengo hace muy poco y
me doy cuenta que mi base cero en todo el universo musical, me
complica arrancar con uno de cuerdas dobles de acero. Su novia toca
la mandolina, él justo anda probando las de modelo bolivianas y
ningún sonido le cuadra. Nos pasamos contactos.
Sería hermoso vendérsela a él.
Con esa misma plata, como un trueque, me compro un ronrroco o un
cuatro. Lo deseo, lo deseo fuerte. Pero él no llega con la plata.
Tiene $200 bolivianos en el bolsillo y no puedo dársela a menos de
$700, lo que equivale a $1400 argentinos. Quedamos en hablar a la
vuelta del viaje que estamos por hacer con Flor al pueblito de Toro
Toro; un paraíso serrano de gente tranquila y sopitas de maní, de
ríos delgados como hilitos y mangos bien dulces.
La Wachuma sagrada -o San Pedro- crece ambos lados del camino a Toro Toro.
Mucho más adelante, en Ecuador, me cuentan que sus flores duran sólo un día y una noche abiertas.
De regreso a Cochabamba conocemos
la casa Muyu, un proyecto colectivo alejado del centro donde se
alojan viajeros y viajeras de todo el mundo. Los aportes que cada uno
da ayudan a sostener la casa y construyen comunidades más o menos
transitorias entre músicos y artesanos que salen a trabajar en las
tardecitas por bares y mercados.
![]() |
Casa Muyu |
Nos tentamos con quedarnos, el
ambiente es realmente hermoso, tierra fértil para proyectar lo que una
quiera. Pero de nuevo, algo nos tira a seguir. Esa noche nos
encontramos con el charanguista en la terminal. Le termino dando el
instrumento por lo que pudo juntar: 470 bolivianos. Cierro los ojos,
ni la pienso. Que se quede con él. La providencia es así... y me
subo al micro con la mitad de la guita, sin la mandolina y confiada
en que se viene una buena.
Apenas hace 10 días que salimos
de La Plata y arremetemos otras 17 horas en bondi. “Si
seguimos a este ritmo, vamos a hacer América Latina sobre ruedas y
sin parar”; me digo un
poco angustiada. “Pará,
pará, ya van a bajar el ritmo; recién estás despegando”.
Con esa tranquilidad me duermo.
Me gusta la realidad y el pulso de
la calle en La Paz.
Para mi sorpresa no hubo apunamiento.
Hoy
recorremos el Mercado de Brujas; mañana vendrá el barrio de Sopocachi
en busca del Tambo: una casa cultural llevada adelante por el
Colectivo Chixi, donde trabaja la socióloga aymara Silvia Rivera
Cusicanqui; mujer que se convirtió en una referencia para mí, por
la forma en que conjuga su rol de pensadora y militante social en
América del Sur, igual que el uruguayo Raúl Zibechi y la argentina
Rita Segato.
Estoy en pleno Mercado, exactamente abajo de la casa de Ernesto Cavour, el maestro
boliviano del charango y necesito encontrar a mis nuevas cuerdas
compañeras.
Carlos es un melómano y virtuoso: sabe tocar un poquito
de todo. Lo digo yo, él es además un humilde irremediable. Atiende
el local de instrumentos de su viejo en vacaciones. Ahí nos
encontramos.
Carlos habla de una casa – museo que
armó Cavour en la calle Jaen. “Ahí
toca los sábados”, recomienda un luthier que visito esa tarde.
Museo de instrumentos musicales de Bolivia |
La Paz es también el punto de reencuentro con Bren en su camino de vuelta a Guatemala. Desde una esquina de la plaza Jaramillo, la veo junto a David llamándome con las manos.
Viví la historia de amor a
distancia entre mi amiga guatemalteca y su enamorado costarricense,
durante todo el 2015, en nuestra casita en La Plata. Con David nos
vimos las caras y charlamos por computadora durante ese año y
prometimos darnos un abrazo cuando él bajara al sur a buscar a Bren.
El encuentro es mágico. Guatemala, Costa Rica y Argentina, en un
abrazo profundo en Bolivia.
IV
Las calles suben y bajan. Las camino acompañada de este cuatro venezolano, que valió exactamente lo
mismo por lo que di la mandolina. La sincronicidad, la
sincronicidad...
Me sonrío mientras repito:
LA –--------- 4
RE –--------- 3
FA # –------- 2
SI –---------- 1
Y así paso de las cuerdas de la mandolina a la calidez del cuatrito.
Flor se anima al djembe y un palo de lluvia. Nos sentimos listas.
Armamos una lista de temas para
cantar. La copla de Andre, Lágrimas Negras, el camdombe Imposibles,
Cosechero de Tonolec, Respirar el alba de Sofía Viola, La Niebla de
Shaman y el pescador en versión de Toto la Momposina.
Buscamos hielo para el fernet bajo la garúa típica de las
tardecitas de enero.
Salteamos banana con batata.
Acá el maní es más rico.
Y dan ganas de amar a todas las doñitas de los mercados.
V
Llueve toda nuestra primera noche.
Villazón, Tupiza, Cochabamba, Toro Toro, La Paz. A donde llego
-aprendí a agradecer en lugar de protestar-, llueve siempre. Si no
es la primera tarde, es la primera madrugada.
Como un bálsamo, el agua, cae.
“Bienaugurando tu camino y el de la tierra donde estés”,
me enseñó Ernestina mientras nos refugiábamos de los relámpagos
que nos impidieron presentar el libro Norte Profundo en la plaza de
Amaicha, en Tucumán, en diciembre de 2013. “El
agua en nuestra zona es muy importante”.
Ella, mujer totémica de palabras justas y sonrisas filosas, celebró
la llegada de Norte en la intimidad. Más tarde entendí que algo de
eso que habíamos hecho en círculo había acercado el agua.
Y acá en La Paz el cielo se
revuelve, se pone gris, mientras anoto la dirección donde encontrar a Silvia Rivera y al Colectivo Chixi: gris en idioma Aymara.
Chixi es
lo que se interrelaciona, lo que se mezcla y se funde. “Nuestra
apuesta es lo Chixi”, dice Silvia por ahí. “Elegimos
el concepto para responder a quienes dicen que trabajo intelectual y
artesanal van por vías distintas”;
rasguña la socióloga Aymara que una vez me revolvió la cabeza,
como está revuelto el cielo ahora que voy a buscarla.
Herencias distintas que se complementan. Trabajos intelectuales, artesanales, manuales que se
articulan logrando esa integralidad de la que tanto hablamos y a
veces olvidamos cómo se practica y que uno no podría existir sin la
nutrición del otro. Pienso que mamá es una gran enseñadora de la
práctica artesanal. Es hermoso verla. Tan internalizados tiene los
ciclos de ciertas plantas, que no necesita un manual
para saber cómo sembrar, rotar o curar cultivos. Eso es lo que llamo
conocimiento en el cuerpo. Antes de salir a Sopocachi, escribo estas ideas como una forma de procesarlas...
A
dos cuadras de Plaza Lira. Jaime Zudañez 1322.
Anoto. Cierro el cuaderno. Salgo.
Decidí quedarme en La Paz para
conocer esta experiencia, Flor se va para Coroico. Por primera vez en
dos semanas de viaje, nos separamos coincidiendo que -esta vez-
deseamos cosas distintas y que el reencuentro va a ser hermoso si
cada una va a donde siente. Así nos conocemos y construimos una relación a base de libertad, compañerismo y confianza.
La ida al barrio del Tambo es un
serpentear de calles hacia arriba.“Lo
bueno es que a la vuelta, es todo bajada”;
me animo. Al llegar, miro por los agujeritos de las maderas del
frente: hay movimiento. El señor Gabriel, albañil del grupo, me
había avisado que el domingo es día de reunión y trabajo.
Adelante, un terreno grande con huerta agroecológica1.
La casa es amplísima; hay una parte en plena construcción. Gabriel
es el maestro de la obra. Lo encuentro ahí mismo, serruchando unos
listones de madera. En la parte trasera, subiendo una escalera, está
la sala donde se dan muchos de los talleres con los que el Colectivo
financia el proyecto. Eugenia y Marina me reciben. Las dos hacen
danza, vienen de Santa Fe, Argentina, a tomar el curso “Oralidad
andina, imagen y narrativas”, que Silvia Rivera arranca a dar en
unos días.
A ella la encuentro cortando el
pasto a tijeretazo limpio. Me mira cálida e invita a acercarme y
ayudarla. Salto el alambrado, me siento a su lado y agarro otra
tijera. Nos conocemos en ese silencio compartido. De vez en cuando lo
interrumpimos para decirnos algo: mi nombre, cómo llegué a la casa,
la historia del proyecto. Los comentarios son cortos. Sonreimos, nos
miramos y seguimos concentradas en la tarea que nos une. Podría
estar hablándole más, aprovechar
ese momento de intimidad
para conocerla
más, pero algo me dice que sacarle el juego realmente a este
encuentro pasa por valorar el silencio. Algo así como cerrar la boca
y abrir el corazón.
Silvia tiene unas trenzas largas
que se unen en una sola punta sobre el final con lanas; igual a la
mayoría de las doñas que veo por la calle. Cuando levanta la vista,
me mira con la misma calidez con que me dio la bienvenida. Sus ojos
grises hablan clarito. Por eso, ahora, la palabra sobra.
Llegan tres chicos de Perú, otro
grupo de Bolivia y Colombia. Todos y todas se ponen a cargo de alguna
tarea: limpiar un cuarto, abrir un surco en la huerta, desmalezar o
cocinar. Esto es lo
chixi en la práctica, siento.
Todas
estas personas vienen a tomar cursos, sabiendo que éstos no se
limitan al momento aúlico, a lo discursivo, sino que trascienden y
van a atravesar todos los quehaceres del cotidiano grupal durante un
mes.
Antes
de almorzar compartimos
una ronda de coqueo2
y nos presentamos. Así se va armando el grupo de la primer tanda de
talleres de 2016; los próximos serán en julio.
Vine a conocer al
grupo y encuentro una casa llena de vida, en
pleno movimiento. Definitivamente es mucho más de lo que había
imaginado. Una emoción me recorre el cuerpo como un rayo. Siento estar en una tarde de trabajo en En Eso Estamos, en esa casa / familia que construimos en La
Plata. Las mismas ganas, el mismo empuje. Es el espíritu autogestivo
colmándolo todo de energía.
“No, no estoy inscripta en nada”. El grupo se
sorprende, ninguno cayó justo hoy de casualidad.
“Quedate. Si
llegaste ahora, hacé con nosotros los talleres”, dicen varios. Yo, creyente fiel de la causalidad,
coincido en que“si
llegue ahora... es ahora”. Pero
hace apenas dos semanas que salí. Sí, es cierto que mi intención
en este viaje es ir arraigando, sumarme a proyectos colectivos en el
camino, recrear un cotidiano en distintos lugares,
tender lazos y seguir cuando lo sienta... Sí, esto que se presenta hoy es tal cual lo que desee antes de conocerlo, pero...
algo me impulsa a seguir. El camino está lleno de proyectos y gentes
a las que entregarme. Y además, puedo volver en julio.
Hago el camino de regreso al alojamiento con los compañeros
peruanos. Intercambiamos sentires sobre América Latina. Sobre los
progresismos que se van alejando y las derechas que arremeten con
todo. Que tememos por Venezuela y el futuro de las revoluciones que
soñamos. Que habla muy mal de nuestras universidades nacionales
tener que hacer estos talleres en verano porque muchas academias de
nuestros países no las reconocen como cursos formativos y entonces
hay que invertir las vacaciones institucionales, si queremos
transitar experiencias educativas profundas e integrales como las del
Tambo u otros colectivos de educación popular.
VI
Algunos borrachines se
duermen sentados, otros hacen música con tambor, charango, guitarras
y violín. Hace dos siglos esto seguro fue un conventillo. Tiene
todísima la pinta. Y nosotros y nosotras acá, recreamos algo
parecido a una carpa de circo con viaje de egresados.
Tengo la emoción del Tambo en el cuerpo. La música
está al palo y satura. El chico que toca los mismos hit de los
redondos e intenta -en vano- imitar la voz del Indio Solari, le gana por
goleada a mi paciencia. Como Flor se fue, me mandaron a la pieza a un
cordobes recién llegado del Machu Picchu. Sus nervios están
conectados a 220 voltios. Escucho su verborragia y dudo si viene de
la ciudad sagrada o de un shopping. Trae un tinto destapado y porte de cheronka que no levantó nada en un boliche a las 6am. Liquida media botella en dos segundos. Desinhibido con el empujoncito del alcohol, se tira el lance. ¡Listo!. Estoy en una peli de género bizarro a la
que no quise entrar. Afuera, la banda está prendida fuego.
¿Dónde
anda mi emoción en medio de este quilombo?
Me muevo rápido a otra
pieza antes de perderla.
Quiero
refugiarme en mi caracola o en mi kibutz y saborearla un poco más.
Tengo
la suerte de conocer a Nacho y escuchar algo de clarinete, ver mapas
de Europa del este y compartir música balcánica. La caracolita se
va formando, tiene buena aislación.
En el último piso del carretero
están las piezas de los trabajadores. Hay un jardín de invierno,
grandes ventanales y tendales larguísimos donde secan ropa. Nos
pasamos la noche ahí, viendo las luces de los barrios altos, las
hileras de casitas al pie de cerros.
VII
Como
en una especie de pacto con la ciudad, dejo una bolsa con ropa y
libros. En parte porque necesito andar más liviana y porque deseo volver.
Y me voy recordando: Cóndor, Puma, Serpiente.
Tres animales sagrados de la cultura andina.
Cada uno habita y representa un nivel de poder en estas tierras.
Lo
divino, lo terrenal, lo subterráneo.
Cóndor,
Puma, Serpiente.
Estoy enamorada de La Paz.
VIII
Caminos serpenteantes
Es mediodía. Voy hasta el barrio del cementerio. Subo a una trufi
con destino a Coroico. Elijo
el 10. Al lado, en el 9 está un chico que saluda a secas. Le hablo y contesta lo justo.
No sé en qué momento dejo
de ser -a sus ojos- la gringa que hace turismo en el lugar de su vida,
y se abre.Viajamos tres horas de charlas. Cuenta que su abuela sabe que los
antiguos hablaban con las piedras. “Por eso dice ella que
existen esas grandes construcciones en Tiwanaku3”.
Cuando coincidimos en algo que nos maravilla, sonreímos con las
manos bien extendidas todo lo que nos permite la mini bus, y esa
gestualidad común nos acerca un poco más.
Carlos vive en La Paz, detrás de El Alto. Achacoral es impensable
para mí en medio de la capital de un país, detrás del barrio más
gigante y popular del país. Sí, detrás de El Alto, de ese mercado
donde se consiguen desde frutos de papayas hasta partes de auto, está
su pueblo.
Otro de los surrealismos de Bolivia.
Achacoral es valle, tiene dos lagunas inmensas. Carlos muestra una
desde su celular. Ojos y corazón no pueden creer esa inmensidad.
Detrás de barrios bajos de cientos de casitas construidas en
laderas, descansa Achacoral.
Carlos mira por la ventana y se alarma por el agua y la
niebla. Las nubes se condensan y no dejan ver la marca de la ruta en
el camino de cornisa hacia arriba. El aviso me da algo de temor. Cierro los ojos. Siento que todo va a estar bien. Sonrío. No le cuento
que tengo amigas brujas, ni que mi cuerpo está habitado por las
energías de todas las mujeres del círculo que sostuvimos en las
lunas llenas de 2015, en el patio de frutales donde viví en La
Plata ese año. Me mira y sonríe también. Entiendo que percibe todo; tiene madre y
abuela brujas. Ninguna mujer que no haya despertado algo de su poder
interno, podría haber entendido que los antiguos hablaban con las
piedras.
A los pocos minutos el cielo se abre.
La magia de ir subiendo.
Siempre pasa. Puede llover torrencialmente y al instante, que el sol
queme. Hacer el camino a los Valles Calchaquíes tucumanos por cuatro años me enseñó sobre lo usuales que pueden ser
estos cambios bruscos.
Coroico ahora se deja ver, abajo y lejos.
Carlos pregunta por la marihuana, que él nunca fumó y que le
atraen sus fines medicinales. Le cuento de lo rico que es fumar
flores cosechadas por amigos y que la mamá de Bren prepara calmantes
en Guatemala extrayendo la esencia de la planta, el THC, en gotitas.
Se ríe, casi con vergüenza. Y quedamos en que eso no es droga, como
tampoco lo es su hoja de coca; mientras vemos las primeras terrazas
de cultivo en las laderas del camino. “Es tiempo de cosecha
antes de que el agua amenace”, comenta. Increíble que en 500
años no hayan logrado destruir esta técnica indígena de siembra en
las alturas. Increíble que no hayan podido con la coca, aunque el
afán de dinero de unos haya inventado la cocaína para matarse y
matarla.
Carlos nos saca del silencio con un comentario: la cosecha tiene que
ser rápida, de verdad. Seguro hoy llueva en el pueblo. Comento que
desde que fui por primera vez al norte argentino en 2010, llueve
siempre que llego a un lugar. Que al principio protestaba hasta que
una mujer me enseñó a agradecerlo, porque el agua en muchas zonas
es un bien preciado y por eso se lo considera abundancia y buen
augurio. Ahora, mientras escucha, el que se ríe es él.
-¿Qué?, ¿qué? Mi interrogación parece hacerle cosquillas.
Ríe más y larga.
-Vos venís llorando, por eso traés el agua. Eso dice mi abuela.
La conciencia del aquí y ahora se
me suspende por un segundo. Recuerdo la tarde de ayer en el Tambo, la
emoción de verme reflejada en la claridad de los ojos de Silvia y de
conocer rinconcitos de ese proyecto. Le cuento que esa experiencia me
depositó conmovida en la minibus y que así ando, en un estado de
levitación permanente.
-Por eso hoy llueve en Coroico,
repite.
IX
Con el agua, la flora de la
región se hace todavía más exuberante. Me toca conocer a una
Coroico reverdecida. Yunga de cuero tropical, con verdes
fluorescentes y caudales de agua que caen de cascadas y serpentean
entre piedras formando ríos.
el camino a una de las tantas casas de este viaje |
La zona de la yunga boliviana es menos
conocida que la andina, aunque representa el 70% de su territorio.
Por su temperatura alta y húmeda, éste fue el lugar que eligieron
los invasores para que vivan los negros esclavos traídos de África, después de comprobar que se morían en el frío potosino y el trabajo crudo en las
minas.
La influencia de la comunidades afrobolivianas habla a través de los colores vivos de las casas, los rulos ensortijados de las mujeres,
la percusión, las sonrisas contagiosas, las pieles negras, perfectas, el fuego.
Nos reencontramos con Flor, cantamos sierra arriba y entre cascadas. El agua está hermosamente helada. Vivimos en un camping familiar a 10 minutos del pueblo. Desde este terreno saboreamos la yunga apenas abrimos los ojos. Franklin, el dueño de casa, tiene gallinas a campo abierto que nos cacarean en cada canción, incluso en la improvisación de la letra que Flor apodó como "la feminista"; surgida después de que ella tuviera que ponerle los puntos a otro gallito del lugar. (Ambas recordamos esta escena como mi versión más fiel de Inodoro Pereyra) El temita va dedicado a todas las delirantes que tenemos de hermanas...
Lo onírico - Madrugada del 16 de enero de 2016
“Cuando un animal duerme,
todos los demás conspiran para que ese sueño sea el más cálido de
todos”. (La
frase resuena en mí cuando despierto). En
un nido duerme, cálido, un pajarito. Sonríe. Seguro está soñando.
Se siente tibiecito. A su alrededor muchos animales forman una ronda
en el aire. Ellos están ahí sosteniendo el sueño del pajarito. Así
es, así funciona, dice
una voz desde afuera de la escena.
X
Viajo de Coroico a La Paz para llegar a Copacabana. La primera noche
sobre el Lago Titicaca duermo largo y descansado. Al otro día recorro el mercado; un sinfín de hileras de cocinas donde las doñas fritan
trucha, papa, pollo y churrasco. Los mangos son de un dulzor
increíble.
Cuando May y Flor llegan, nos mudamos a una casa alejada del pueblo.
Ahí conozco a una integrante de Mujeres Creando, un colectivo
feminista que lleva adelante una casa cultural en La Paz. Un grupo de
músicos me cuenta la historia de la ciudad debajo del lago. Recuerdo
que en la Patagonia argentina me contaron algo parecido: que hasta
ahora nadie logró medir la profundidad de las aguas y todo me parece
lógico. Si el planeta es 70% agua, ¿cómo no va a ser posible que
sociedades enteras vivan ahí abajo como nosotros acá arriba?”.
Las pibas se van a la Isla del Sol. Yo decido quedarme. Me ofrecen
trabajo por un día en un restaurante familiar y sin pensarlo mucho,
lo agarro. Es mi última noche en Bolivia. Mañana de un tirón un
micro nos cruza a Puno (ciudad peruana al otro lado del lago). Sí,
estoy a sólo dos horas de las fronteras que se trazaron hace más de
200 años por estas latitudes. Hay una sensación de algo que se
cierra. Será por eso que me siento cansada. Van tres semanas de
viajes y siete ciudades y pueblos donde vivimos de a dos o tres días.
Y así, por las decisiones que vamos tomando y el ritmo que le
imprimimos a este viaje, el viernes 21 de enero ya será Perú.
XI
Imágenes breves de socioeconomía
Los bolivianos y las bolivianas son silenciosas hasta que entran en
confianza. Sonríen mucho. La mayoría no pierde ese ritmo tranquilo,
como de tiempo circular que los caracteriza, aunque estén cambiando
dólares sobre una mesita en pleno centro de La Paz.
Nada tiene precio fijo, salvo los helados de la marca nacional de
lácteos Pil. Ni hoteles, ni alimentos, ni transportes de larga
distancia. Las cholas manejan una economía flexible. Dicen el precio
y lo rebajan -a veces- sin que el cliente lo pida. “Para usted
hasta 20 bolivianos se lo puedo dejar”, la frase se repite en
cada huequito.
La economía del regateo duele un poco. No sé bien a quién le
estoy dando o quitando.
Un grupo de diez chicos entra al mercado de Copacabana, preguntan a
una mujer el precio de las baratísimas bananas y comentan entre
ellos en voz alta para que ella escuche: “es claro que por
cantidad nos va a bajar bastante”. La chica sonríe; está
acostumbrada. Soy yo la que se incomoda un poco, tengo que admitirlo.
Me quedo a un costado con mi bolsita esperando que termine la
secuencia.
Hay mandamientos que se pasan entre ciertos turistas y viajeros
(algunos, con bastantes menos códigos de lo que tolero) y para
Bolivia la afirmación es: “regateá todo”.
Sí, es cierto. Pasa. El pulso de la economía en este suelo tiene
mucho de eso. Las vendedoras mismas lo practican, pero ¿todo lo que
naturalizamos es sano? ¿Es bueno para la sociedad boliviana que
lleguemos sabiendo que podemos regatear cualquier cosa y que ellos
suban y bajen los precios según el día, la cara de quién pregunta,
la necesidad? Algunos no se animan a pedir rebaja, otros lo hacen con
prepotencia y en el medio hay decenas de grises, cientos de
laburantes, la economía maleable de un país saqueado y pobre de
América del Sur.
XII
Relatos potosinos
En tiempos de la invasión española en Potosí, más precisamente
durante la época de mayor explotación de plata del Cerro Rico
ubicado en esa región, las gradas por las que se sube al 1° arco de
cobija fueron el lugar de entierro de los campesinos pobres que
osaban con pasar por ese lugar reservado a los ricos. “Por eso
es un lugar pesadito”, comenta Anahy. Ella nació y vivió en
Potosí hasta que decidió irse a estudiar cocina a Cochabamba. Ahora
está de paso en Copacabana; su novio Iván trabaja en el alojamiento
donde estoy y, con los días, los tres nos hacemos amigos.
Como buena mujer reservada de su tierra, a Anahy no le incomodó el
silencio que sostuvimos durante un buen rato, compartiendo la misma
mesa. Cuando algún comentario rompió el hielo, pude conocerla y aprender de sus relatos: “Los pobres
vivían abajo del 2° arco y no podían subir hasta el 1°”.
Potosí está llena de iglesias, una de las estrategias de la
dominación física y espiritual de la conquista. La Catedral, San
Francisco, La Merced, Santa Teresa; todas de la alta sociedad. San
Benito era la de los pobres.
Ana cuenta que tiene ganas de instalarse en Sucre,
pero que siempre vuelve a Potosí porque ahí está su familia; donde soy bienvenida para recorrer las calles de donde vienen todas las
historias que me regala.
“Potosí sigue siendo
una ciudad olvidada”, agrega y
recuerda esa frase que una vez leí a Galeano: “Con toda
la plata que España se robó podrían construir un puente que una
Bolivia con Europa”. Cuenta
que las primeras monedas usadas en la época virreinal eran de plata
pura y que incluso la casa de la moneda guarda en su interior con un
pesado legado: sangre esclava derramada. “Por eso es que
no dejan ingresar al cuarto patio. Entrando a la casa se ve una cara
grande. Parece sonriente pero cuando le da la mitad del sol, se lo ve
serio. Dicen que es el rostro de un indio que murió ahí. Nadie se
anima a quitar la figura, dicen que puede pasar algo...”.
Ana detalla que las calles de su
Potosí están cargadas de leyendas como éstas, que construyen fortalezas y hasta sitios intocables. Pienso que quizá sea una forma de sostener la memoria entre tanto despojo y matanza.
“De lejos al Cerro Rico
lo ves en punta, pero de cerca ya no tiene forma por tanta
explotación. En carnaval, adentro de las minas los trabajadores le
dan sangre de llama al tío, que es el diablo, como ofrenda”.
También están los rostros actuales del despojo. “Un puñado de hombres que son los nuevos ricos de
Potosí, los que siguen con la triste tradición de llevarse la plata
de la ciudad e invertirla en hoteles, supermercados y colegios en
lugares como Sucre”. Dicen que si alguno de ellos entran a la mina, mueren; por todo lo que han robado. Uno es -además- el dueño de un gran hotel que vemos construirse desde la
ventana del barcito donde estamos.
Potosí, pendiente Potosí. Potosí
y todos tus misterios. “Una cruz verde que crece sobre la
iglesia San Francisco, el remolino que se forma en el Ojo del Inca
entre las 5 y las 6 de la tarde que se ha cobrado varias vidas.
Potosí y la calle de las siete vueltas por donde arrastraban a
ladrones y violadores antes de matarlos en la Casa del Ahorcado”.
Anahy también nombra balcones míticos: el de las mujeres curiosas,
el de las serpientes y el de los enamorados. Los caminos de piedra
hacia arriba y abajo, los túneles y la minería que sigue y sigue,
cada vez más dolorosa, cada vez más escasa.
XIII
Titicaca
“Su energía es poderosa.
Siento que dice: 'podés venir, pero no te quedes'”.
Mucho antes de llegar al Lago, había escuchado esta frase y
me quedó grabada.
Va
anocheciendo, es enero y hace frío. Me acerco a un muelle y hago de
mi cuerpo una bolita, flexionando las piernas y sujetándolas con los
brazos. Soñé con este momento. El frío del agua araña la cara. Miro ese manto
negroazulado completo.
Soñé con llegar hasta
vos, soñé con tus profundidades, con tus embarcaciones de totora,
con todo el misterio del mundo que guardás. Y es
cierto, tu energía es implacable. No abrazás de inmediato, como
casi todo en Bolvia a vos, Lago, hay que darte tiempo para que
quieras empezar a mostrarse.
Así, hecha un bollito
diminuto frente a tanta inmensidad, lloro mi primera noche a los pies
de ese misterio ondulante. Ofrenda de agua para el agua. Agradezco
haber llegado. Recuerdo las tardes en que imaginé este momento desde
el sur y disfruto el silencio. A mis espaldas, los comedores abiertos
de par en par ofrecen trucha y otros menú por 20 bolivianos. La
calle está luminosa y colorida.
De cara al lago el mundo es
otro.
***
BOLIVIA / Sabores nuevos en el cuerpo
Mango. A punto o maduro. Mejor
los de cáscara rosada. Su carne es naranja, fresca, llena de agua y
fibrosa. De Bolivia nacen los mangos más ricos que probé en tres
países.
Sopita de maní. La infaltable
en los mercados fríos de La Paz y Copacabana. Para hacerla hay que moler el maní y
echarlo a la olla. Esa es la base de la sopita. Lo demás es secreto
de mamitas, mezclado con zanahoria y papa en cubitos, puerro, cilantro
y fideos de sémola o quinoa.
***
1 La
agroecología es una forma de cultivo de la tierra que retoma gran parte del conocimiento ancestral campesino, a base de
semillas criollas no modificadas genéticamente, ni uso de
agrotóxicos. Se respetan los ciclos naturales de crecimiento, se
trabaja con asociaciones de plantas que se nutren y protegen de
plagas mutuamente. La huerta toda es un sistema integral que se
relaciona. Un mismo cuerpo.
2 Así
se le dice al mascar hoja de coca; planta sagrada que se consume en
Bolivia y el norte argentino desde hace siglos. Tan
discriminada como defendida. Es central en la identidad de los
pueblos andinos, como es para mí la yerba mate.
3 Sitio
sagrado e histórico del altiplano boliviano, a pocos kilómetros
del lago Titicaca.
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